A Maxi de la Rosa, mi mamá.

Eran las cinco de la tarde de un día veintiocho cuando mi madre comenzó con las contracciones. Con la experiencia de tres hijos previos, lo tomó con calma. Pasó la tarde como de costumbre, esperando a que mi padre llegara. Y así cayó la noche y amaneció, hasta que la abuela, con el tono de un capataz, le ordenó que debía dirigirse de inmediato al sanatorio. En el trayecto que realizó a pie, libró las inclemencias del clima, de los espasmos y de una mancha de futbolistas amateurs que jugaba en la calle y que le propinó un balonazo en el vientre. Fuera de todo aquello, mi madre pudo dar a luz, en la sala de expulsión de un hospital que no era muy bueno, ni muy famoso, pero lo que le faltaba de ciencia, le sobraba de caridad cristiana para un niño recién parido. Según señala mi propia madre, fue un día común, normal, sin ninguna relevancia, salvo que era un veintinueve de febrero y que después de regresar del letargo provocado por la anestesia, el doctor le indicó que tanto la cesárea como la operación para ligar sus trompas habían sido todo un éxito; sí, mi madre no volvería a tener más descendencia. Esta decisión la había tomado mi padre, que por cierto, apareció minutos antes de que el bebé fuera expulsado a este mundo. Ésa es la historia del día en que nací, y que recuerdo cada cuatro años, cuando el veintinueve se asoma apenas por veinticuatro horas y puedo sentir, como cualquier otra persona, que en un día común y corriente llegué a este mundo.