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El metro de la Ciudad de México: hormiguero humano, nido de áfidos, refugio de parásitos y dementes. Es espectacular la dimensión de plaga en la que nos hemos convertido. Somos un montón de heminópteros intentando llegar a algún sitio que el compañero de a lado ignora, y que tampoco parece importarle. Llevaba ahí dentro dos horas, sumergido en aquel oloroso y húmedo lugar. Cuando ya no logré soportar más, escapé por el primer túnel que descubrí abierto. Un ataque de ansiedad me cosquilleaba el párpado izquierdo y la ausencia de aire me introdujo en la desesperación absurda de morir en implosión. Salí expulsado como el vómito de un ebrio a un exterior con luz de día y aire fresco. Me encontraba en pleno corazón de la ciudad. Frente a mis ojos, la vieja catedral que se va derritiendo de a poco en el corazón de la gran Tenochtitlan. La majestuosa bandera tricolor ondeaba en todo lo alto del asta. Nubes negras se aproximaban lentamente para hacer explotar la tormenta sobre Palacio Nacional que portaba su casual y aburrida seriedad de siempre. Pensé entonces, en el caótico contraste que esta gran urbe digiere en sus entrañas y la que respira de hastío en su superficie de asfalto contaminado.

Me acerqué al puesto de periódicos más próximo y compré un cigarrillo Camel suelto, de cinco pesos. Lo encendí, me senté en una de las jardineras que están a las afueras de la estación y fumé sin esperar encontrar alguna dirección que tomar. De pronto, un autobús amarillo, como de colegio privado, sin pasajero alguno giró frente a mí. En su costado se alcanzaba a leer Miraflores en letras bolt. Al toque imaginé el Parque Kenedy, las galerías y churrerías de la Avenida de la Peruanidad, carretillas con butifarras, deliciosos picarones, popcorn, emolientes, mocosas mazamorras moradas, la vieja tienda de tabaco en la Avenida Larco, el paseo de los pintores, con las cholas que sólo se pueden verse en la ciudad pintadas en una tela para los turistas que están por todas partes; montados en bicicleta, haciendo fila en el Cine Pacífico o alrededor del anfiteatro, donde la gente baila al ritmo de la guitarra y el cajón peruano. Imaginé la sección de literatura y arte de la pequeña librería que está sobre la Avenida Óscar Benavides y el libro de José Tola que nunca pude adquirir. Saboreé una hamburguesa Royal, acompañada de una Inca Cola bien helada. Sentí en mi rostro la garúa al anochecer arriba del Puente de los Suicidas e imaginé la vista que se puede tener del Océano Pacífico desde el Larcomar. Es verdad que le hubiera dado al chófer todos los pesos que llevaba en la billetera y en los bolsillos, para que me trasladara al Miraflores de Lima y contemplar desde un parapente el mar, así como un ave que rasga el cielo en busca de la cena o como un gallinazo que surca libre las azoteas sin temor a ser presa.

Sin embargo, sólo pude observar como el autobús se alejaba por la Avenida Pino Suárez y se perdía entre las luces en verde de los semáforos que dirigían la estampida de automóviles que marchaban ceremoniosamente en procesión hacia el sur de la ciudad, iluminados por las candelas encendidas de los faros.

No tuve más remedio que dejar ir serpenteando por el aire la última bocanada de humo, antes de abordar esa vagina húmeda y caliente, ese hormiguero que parecía ansioso ya por ahogarme como una implacable ola negra en sus oscuras profundidades.