Me recuerdo sentado en el ala izquierda del salón de clase, aburrido, ansioso por salir al recreo, contemplando a Ingrid y sus cabellos dorados. Recuerdo también al niño grande que me jodía en la fila, todos los días, todo el tiempo; su corte de cabello ridículo, sus asquerosos bigotes de mugre y leche, su desaliñada apariencia, su mirada agresiva y el golpe que le conecté en el estómago el día que no pude soportarlo más. Una de las monjas me tomó por la oreja y me llevó directo a la dirección cuando vio que el niño grande lloraba recio por mi gancho al hígado. Estuve en la antesala del castigo por más de cinco minutos, me incorporé y regresé al salón de clase como si nada hubiera pasado. Me senté en el pupitre con los nervios rotos. Todos me miraban, en especial, Ingrid. No tengo memoria de algo más.